jueves, 31 de marzo de 2011

LA CULPA


Hablar del sentimiento de culpabilidad es acercarnos a uno de los fenómenos psicológicos que más pueden determinar la aparición y persistencia de fracasos en la vida de una persona.
El sentimiento de culpa, en tanto sentimiento, se experimenta a nivel consciente como desazón, malestar o, cuando se enlaza a la actuación de una acción específica, como remordimiento.
Algunas de las personas que han recibido una educación religiosa suelen responsabilizarla de la preeminencia en ellos de este sentimiento; sin embargo, si bien es cierto que la religión se sirve del sentimiento de culpa, al que llama pecado, e incluso a menudo lo alimenta, a la par que promete erradicarlo, vamos a ir viendo a lo largo de esta exposición, que este sentimiento de culpa es algo universal e inevitable, algo así como el tributo que pagamos por introducirnos en la cultura, por civilizarnos.
El hombre y la mujer no nacen con una facultad innata que les permita discernir el “bien” del “mal”; diríase que lejos de ser tiernos angelitos, en la infancia somos todos amorales y no dudamos en utilizar cualquier medio a nuestro alcance, para procurarnos el objeto de placer que anhelamos.
Es la influencia de una autoridad exterior lo que incorpora un primer discernimiento entre actos buenos y malos, entre moral e inmoral, o dicho de otra forma, el niño teme perder el amor de los padres que le protegen y amparan, por eso en un principio lo malo para él sera aquello que sus padres le recriminen. De momento, en esta fase del desarrollo, no podemos hablar todavía de la existencia de una conciencia moral, en tanto la autoridad es aún exterior: el niño no hace determinadas cosas porque sus padres le dicen que eso está mal, no porque él así lo piense; este comportamiento no es algo novedoso, cualquiera de nosotros estaría de acuerdo en considerar como una situación de alto riesgo un grupo de niños pequeños sin un coordinador que los vigile.
El sujeto adulto, en mayor o menor medida, se permite también ciertas concesiones cuando no hay autoridad que lo descubra; por ejemplo, cruzar la carretera con el semáforo en rojo. Podemos decir que cierta cuota de flexibilidad con respecto a la norma sirve a la construcción de salud, pues permanecer frente a un semáforo en rojo, al sol, en un caluroso día de verano y sin coche alguno en el horizonte es una actuación más cercana a la culpa, como a continuación veremos.
Ahora bien, para que halla excepción es necesario la norma y esta flexibilidad con respecto a la misma denota su existencia, es decir, el paso siguiente en la evolución cultural de todo sujeto psíquico es la incorporación, la internalización de esta autoridad exterior; y es entonces, cuando la autoridad es internalizada, que habita en nosotros una conciencia moral.
Este paso de una autoridad exterior a una autoridad interior representa la entrada en la cultura.
A esta autoridad interior la llamamos en psicoanálisis superyo, podemos imaginarlo como una especie de guardián, de gendarme que nos vigila, y una de sus funciones es la conciencia moral que nos censura.
Es importante destacar que antes de la internalización de la autoridad no se puede hablar de conciencia moral, hasta entonces lo que determina el hacer del sujeto es el miedo a perder el amor de los otros, lo que Freud llamó angustia social. Este miedo al desamparo, que como vemos es un miedo infantil, continúa, en mayor o menor medida, vigente en la vida adulta, y se hace fuerte cada vez que transformamos una relación entre sujetos deseantes, donde el otro es, y siempre será, un enigma para mi (especialmente también, ese otro que soy yo para mi misma/o) en una relación de dependencia, donde pienso que sólo esa persona puede satisfacer mis necesidades, donde siento que el otro me completa, que no soy sin él o sin ella, es decir, hago del otro una madre y de mi un niño indefenso, que necesita de su continua aprobación para hacer cualquier cosa.

Una vez se produce la interiorización de la autoridad ya podemos hablar de conciencia moral en lugar de angustia social. Sin embargo, este paso adelante, que introduce en nosotros un discernimiento entre lo permitido y lo prohibido, cambio que nos hace adultos, capaces de tomar decisiones que tengan en cuenta también a los otros y no impogan un deseo inmediato, un deseo infantil que no tolera demora en su satisfacción, sino la aceptación de que todo deseo, para ser tal, es deseo social, entre otros, que exige un trabajo, un tiempo en su realización; pues bien, esta nueva situación que nos hace libres al someternos a la existencia de lo social presenta, al mismo tiempo, una desventaja, un obstáculo a esa búsqueda de felicidad tan imperante en nosotros, que es: el sentimiento de culpablidad.
¿Y por qué sucedo esto?, en esta segunda fase evolutiva se crea, como hemos dicho, la instancia psíquica del superyo, que hemos dibujado como una especie de gendarme interno, de vigía permanente, de juez interno que lleva a cabo la función de la conciencia moral, censurando o aprobando. Ahora bien, este superyo, como parte que es del aparato anímico, como instancia que habita en su interior, es omnisapiente, es decir, conoce todos los deseos prohibidos del sujeto, no se le puede ocultar pensamiento alguno, y al contrario de lo que sucedía cuando la autoridad era exterior, ya no es suficiente con renunciar a la satisfacción de tendencias que la autoridad condena, ahora sólo por pensar, por desear hacer algo, aunque no lo llevemos a efecto, nos vamos a sentir culpables, porque frente al superyo, frente a la conciencia moral, hacer el mal y pensarlo es lo mismo.
Como vemos, al formarse la conciencia moral la renuncia a la satisfacción de estos deseos prohibidos no es ya suficiente; hasta entonces, sólo era necesario, para no temer las represalias de la autoridad, no cometer el delito o esconderse de su vigilancia, pero ahora la autoridad está en el interior, el gran ojo que todo lo ve es nuestra conciencia moral, y es en ese momento cuando aparece el sentimiento de culpa ante lo que simplemente se deseó; un sentimiento de culpa que responde a esa tensión entre el yo y las exigencias, siempre excesivas, del superyo, porque, paradójicamente, cuanto más respeto mostremos por nuestra conciencia moral, cuanto más caso hagamos de sus demandas más intenso va a ser el sentimiento de culpa en nosotros.
Este sentimiento de culpabilidad permanece inconsciente, si bien el órgano perceptivo que es la consciencia puede experimentarlo, en tanto sentimiento, como una desazón permanente, angustiante, pero su característica más singular es la tendencia a manifestarse como búsqueda de castigo: esos golpes que nos damos con la única mesa de toda la habitación, o esos objetos tan queridos que se nos escapan de las manos y se rompen, o esos fracasos profesionales cuando todo estaba preparado para el éxito, son actos relacionados con este sentimiento de culpabilidad inconsciente, que reclama un daño y es mudo.
Ocurre entonces, que esa instancia represora, que es el superyo, se comporta con el yo de manera sádica, castigándolo tan sólo por albergar malos pensamientos. Además, también sucede, que cuanto más severo es el destino, más riguroso y excesivo tiende a volverse el superyo, de manera que ante la tragedia solemos culpabilizarnos, y nos maltratamos con toda suerte de reproches.
Por otro lado, decíamos que cuanto más respeto mostramos frente a las renuncias que nos exige nuestra conciencia moral, más intenso aún se hace el sentimiento de culpa; ¿y por qué esta paradoja?, tal vez nos abra camino el tener en cuenta que todo pensar que se reprime se hace aún más insistente, pulsa con más intensidad desde lo inconsciente por expresarse, de tal forma, que la tolerancia con los propios pensamientos y afectos es en realidad una vía de salud y bondad, porque una conciencia moral en exceso exigente nos hace, al contrario de lo que solemos creer, más proclives a cometer delitos, al aumentar nuestro sentimiento de culpabilidad que, como estamos viendo, reclama para calmarse un castigo. Muchos de los actos delictivos, aparentemente inexplicables, están en relación con este sentimiento inconsciente de culpa, azuzado por el rigor, por la severidad de la conciencia moral; sirva de ejemplo la historia de la actriz Winona Ryder, que siendo millonaria era insistentemente arrestada por cometer vistosos hurtos en tiendas.
Tal vez podamos decir, a modo de aforismo que nos oriente en este complejo campo del suceder mental: cuanto más moralistas somos,más delincuentes nos hacemos; es decir, más perseguimos cometer un delito que nos reporte un castigo para amainar esa culpa inconsciente; y decimos inconsciente, porque de ella nada sabemos a nivel consciente, si bien, a veces la conciencia puede percibirla como una zozobra, como un “torturante malestar” , pero su rostro más peligroso se presenta en silencio y sólo nos muestra su existencia porque cuando ella gobierna toda empresa termina en fracaso.
Una de las mayores resistencias que las personas muestran en su análisis, e incluso en ocasiones les impide acudir, es esta necesidad de castigo inconsciente que entorpece cualquier tentativa de éxito en su vida.
Ahora bien, tampoco se trata de carecer por completo de esta tensión que introduce la conciencia moral con el sentimiento de culpa, porque eso haría de nosotros unos psicópatas. En verdad, el sentimiento de culpabilidad, indicábamos al comienzo, es el precio que pagamos por hacernos sujetos civilizados, habitantes de la cultura; el sentimiento de culpa es lo que Freud llamó el malestar en la cultura.
Probablemente muchos de ustedes se estén preguntando qué relación guarda el sentimiento de culpa con la cultura, porqué la cultura habría de causar en nosotros ese malestar y esa búsqueda de un castigo; pues bien, como nunca existe una camino directo que nos lleve a ser novia/o de alguien o a alcanzar determinado puesto laboral, sino que son necesarias muchas conversaciones para construir esas realidades, hagámonos pues otra pregunta que nos aproxime a dar respuesta a la anterior: ¿qué deseos prohibidos son esos que la conciencia moral tanto nos recrimina?: básicamente, además de ciertas inclinaciones eróticas, deseos agresivos, es decir, tendencias agresivas que persiguen satisfacerse. Sucede entonces, algo sumamente curioso, esas agresiones que de buen grado hubiésemos proyectado hacia el exterior las interiorizamos, las introyectamos, diríase que la conciencia moral nace en realidad de la supresión de una agresión, o lo que es lo mismo, por amor a otros.
El niño ante la autoridad paterna que le prohibe tal o cual cosa, siente deseos de agredir, (como también le sucede al adulto, en realidad todo límite, toda negativa, toda demora no es nunca en principio bien acogida), pero el amor que igualmente experimenta hacia sus padres le impulsa a interiorizar esa agresión y de esta manera se forma su conciencia moral; ahora no agrede a otros, no tanto porque sus padres se lo prohiban sino porque él mismo se lo prohibe. Y con el nacimiento de la moral, que lo civiliza, surge también la culpa, que ahora se nos muestra, finalmente, como una tensión resultante de la agresividad que esa especie de gendarme interno que es el superyo dirige hacia el propio yo, en otras palabras, en vez de agredir a otros nos agredimos a nosotros mismos.
Todos conocemos ejemplos muy gráficos en relación a esta introyección de la agresión: muchos de los golpes accidentales que sufrimos en presencia de otros son en realidad deseos agresivos, que nuestra conciencia moral, nuestra permanencia en la cultura, nos impide satisfacer y los volcamos entonces sobre una/o misma/a.
Por esta razón los mimos excesivos son tan perjudiciales en el proceso educativo como su falta: el niño que es criado con demasiado amor va a construir un superyo, una conciencia moral, excesivamente rigurosa, porque todas las tendencias agresivas ante la restricción de sus satisfacciones (siendo la renuncia pulsional más poderosa la negativa a cohabitar con su madre) irán dirigidas, frente al exceso de ese amor sin falta, hacia el interior. Por otro lado,el niño criado sin amor no sentirá esa tensión necesaria que es el sentimiento de culpa, y dirigirá sin escrúpulo alguno toda su agresividad al exterior.
La cultura, destaca Freud en su carta a Eisntein, es lo único que nos hace verdaderamente pacíficos, si bien, menoscaba nuestra ilusión de felicidad suprema al incluir el sentimiento de culpa.
Psicoanalizarse fortalece el poder del deseo y la generosidad del éxito frente al masoquismo del yo y su necesidad de castigo.

Ángela Gallego (Psicóloga Psicoanalista)

lunes, 28 de marzo de 2011

AFORISMOS FREUD

La rivalidad no significa necesariamente hostilidad: sólo se abusa de ella (la rivalidad), para justificar ésta (la hostilidad).

lunes, 21 de marzo de 2011

FÓRMULAS PSÍQUICAS 106

El hombre y la mujer tienen dificultad para aceptar sus deseos; de tal manera, que algunas tendencias agresivas son el disfraz que encuentran para ocultar sus inclinaciones eróticas, para alejarse.

viernes, 18 de marzo de 2011

FÓRMULAS PSÍQUICAS 105

Cada vez que temo no poder, un deseo de fracaso anida en mi; y el deseo es la fuerza.

miércoles, 16 de marzo de 2011

FÓRMULAS PSÍQUICAS 104

La energía psíquica es limitada: usarla en un enfado, en el rencor, en la insistencia de un recuerdo, nos hace pobres para la vida y puede enfermar.

lunes, 14 de marzo de 2011

FÓRMULAS PSÍQUICAS 103

Quien se deja guiar por sus sentimientos confunde la tierra con el mar.

domingo, 13 de marzo de 2011

La entrevista que G.S Viereck inventó y uno de los artículos que Freud escribió


Hoy reproducimos una entrevista falsamente atribuida a Sigmund Freud, que inventó y difundió George Sylvester Viereck. Aún en la actualidad, algunos grupos le dan valor de verdad, a pesar del artículo que en 1927 escribió Freud en relación a esta supuesta entrevista.
Comenzamos por este artículo de Freud, titulado "Una experiencia religiosa" (Ed. Biblioteca Nueva, tomo 8), y a continuación publicamos también la falsa entrevista de Viereck.
; y como el ánimo de esta Revista Digital de Psicoanálisis es favorecer la civilización, es decir, permitir que la educación pase de mano en mano, la publicamos en español e inglés, así al menos, a falta del rigor e interés científico de esta entrevista, podremos practicar una de las más hermosas características de la vida adulta: sumar amores.

UNA EXPERIENCIA RELIGIOSA (Ein Religiöses Erlebnis) 1927 (1928)
En el otoño de 1927 un periodista germanoamericano, G.S.Viereck, al que hubiera recibido con mucho gusto si alguna vez se le hubiera ocurrido venir a verme, publicó una entrevista conmigo en la que se hablaba de mi falta de creencias religiosas y de mi indiferencia ante la posibilidad de una vida de ultratumba. Esta supuesta entrevista fue muy leída y me procuró, entre otras,la siguiente carta de un médico americano:
"...Lo que más me ha impresionado ha sido su respuesta a la pregunta de si creía en una subsistencia de la personalidad después de la muerte. Según el informador, había contestado usted secamente: "eso me tiene sin cuidado".
"Le escribo hoy para comunicarle un suceso vivido por mí el año mismo en que terminaba mis estudios universitarios. Una tarde que me encontraba en el quirófano entraron el cadáver de una anciana y lo colocaron sobre una de las mesas de disección. Hondamente impresionado por la expresión de serena dulzura de aquel rostro muerto, pensé en el acto: No; no hay Dios; si hubiera un Dios, no habría permitido que una mujer tan bondadosamente amable viniera a la sala de disección.
"Al regresar luego a casa abrigaba la firme decisión de no volver a entrar en una iglesia. Las doctrinas del cristianismo me habían inspirado ya antes graves dudas.Pero cuando me hallaba reflexionando sobre todo esto, surgió en mi alma una voz que me aconsejó meditar mi resolución. Mi razón respondió a esta voz: si alguna vez adquiero la certeza de que los dogmas cristianos son verdaderos y de que la Biblia es la palabra de Dios, los aceptaré sumisamente."
"En los días siguientes, Dios hizo sentir claramente a mi alma que la Biblia es la palabra de Dios, que todo lo que se nos enseña sobre Jesucristo es verdad y que Jesús es nuestra única esperanza. Desde entonces, Dios se me ha revelado con otros muchos signos inequívocos."
"Como hermano médico (brother physician) le ruego que medite sobre cuestión tan esencial, y le aseguro que si lo hace sinceramente, Dios revelará a su alma la verdad, como a mí y a otras muchas personas....."
A esta carta contesté cortesmente que le felicitaba de que una tal experiencia l ehubiese permitido conservar su fe. Dios no había hecho tanto por mí. No me había hecho oír jamás una tal voz, y sino se daba mucha prisa- teniendo en cuenta mi avanzada edad- no sería culpa mía si continuaba siendo hasta el fin lo que ahora era: an infidel jew.
El amable colega americano aseguraba en su carta que el judaísmo no constituía un obstáculo para llegar a la verdadera fe, y aducía para demostrarlo diversos ejemplos. Por último, me comunicaba que se rezaba por mí, implorando a Dios que me otorgase la fe verdadera.
Tales plegarias no han surtido hasta ahora el menor efecto. Pero la experiencia religiosa de mi amable corresponsal me ha hecho pensar, pareciéndome interesante intentar su explicación por motivos afectivos, ya que, además de su singularidad, presenta fundamentos lógicos harto débiles. Dios permite cosas más fuertes que la de que una mujer de rostro simpático acabe en una sala de disección. Tales cosas han sucedido siempre y sucedían todos los días en la época en que el médico americano terminaba sus estudios. Por otro lado, su carrera hace suponer que no podía ignorar éstas y otras miserias. Y entonces, ¿por qué su rebelión contra Dios hubo de estar precisamente al experimentar aquella impresión ante el cadáver de la anciana?.
La explicación es harto fácil para toda persona acostumbrada a considerar analíticamente los sucesos interiores y los actos de los hombres; tan fácil, que se mezcló espontáneamente en mi memoria con el hecho mismo al que se refería.
Al citar en una discusión la carta del piadoso colega expuse que, según escribía en ella, el rostro de la anciana le había recordado el de su propia madre. En realidad, la carta no contenía nada semejante, y yo mismo me di cuenta en seguida cuenta de ello; pero precisamente este error de memoria constituye la explicación que se nos impone al leer las palabras con las que el sujeto describe a la anciana (sweetfaced dear old woman). El efecto despertado por el recuerdo de la madre es el responsable de la debilidad de juicio demostrada en aquella ocasión por el médico. Dejándonos llevar por el vicio psicoanalítico de aducir como material probatorio cosas que desde el punto de vista general parecen verdaderas nimiedades, susceptibles de otra distinta explicación menos profunda, nos fijaremos también en las palabras "hermano médico" empleadas a mi intención de la carta.
Podemos, pues, representarnos el proceso en la siguiente forma: La visión del cuerpo desnudo (o que ha de ser desnudado) de una mujer que le recuerda a su madre, despierta en el joven la nostalgia de la madre, procedente del complejo de Edipo y completada en el acto por la rebelión contra el padre. La imagen del padre y la de Dios, no se hallan aún muy separadas en él, y el deseo de la muerte del padre que puede hacerse consciente como duda de la existencia de Dios y quererse legitimar ante la razón como indignación por el mal trato ingligido al objeto materno. El niño considera típicamente el comercio sexual entre el padre y la madre como una violencia ejercida sobre la madre. La nueva tendencia, desplazada al terreno religioso, no es más que una repetición de la situación del complejo de Edipo y sigue en consecuencia, al poco tiempo, igual destino, sucumbiendo a una poderosa corriente contraria.Durante el conflicto no es mantenido el nivel del desplazamiento, no se aduce argumento alguno para la justificación de la idea de Dios ni se dice tampoco con qué signos inequívocos hubo de demostrar Dios su existencia al sujeto, desvaneciendo sus dudas. El conflicto parece haberse desarrollado en la forma de una psicoansis alucinatoria: voces internas que se hacen perceptibles para desaconsejar la rebelión contra Dios. El combate interior tiene de nuevo en el terreno religioso su desenlace, predeterminado por el destino del complejo de Edipo: una completa sumisión a la voluntad de Dios-padre. El joven se ha hecho creyente y acepta todo lo que desde niño se le ha enseñado acerca de Dios y de Jesucristo. Ha vivido una experiencia religiosa y se ha convertido.
Todo esto es tan sencillo y transparente que no podemos rechazar la interrrogación de si la comprensión de este caso nos habrá descubierto algo sobre la psicología de la conversión religiosa. Remitiremos al lector a una excelente obra de Sante de Sanctis (La conversión religiosa, Bologna, 1924) en la que se utilizan todos los descubrimientos del psicoanálisis. Su lectura confirma la sospecha de que no todos los casos de conversión religiosa se muestran tan transparentes como el que antecede, pero también que nuestro caso no contradice en ingún punto las opiniones que la investigación moderna ha formado sobre esta cuestión.
Lo que distingue a nuestra observación es su enlace con una ocasión especial que hace brotar una vez más la incredulidad antes de quedar definitivamente dominada por el individuo.
EL VALOR DE LA VIDA: LA ENTREVISTA A FREUD, QUE VIERECK INVENTÓ
Quien habla es el profesor Sigmund Freud, el gran explorador del alma. El escenario de nuestra conversación fue en su casa de verano en Semmering, una montaña de los alpes austriacos. Yo había visto el país del psicoanálisis por última vez en su modesta casa de la capital austriaca. Los pocos años transcurridos entre mi última visita y la actual, multiplicaron las arrugas de su frente. Intensificaron la palidez de sabio. Su rostro estaba tenso, como si sintiese dolor. Su mente estaba alerta, su espíritu firme, su cortesía impecable como siempre, pero un ligero impedimento en su habla me perturbó. Parece que un tumor maligno en el maxilar superior tuvo que ser operado. Desde entonces Freud usa una prótesis, lo cual es una constante irritación para él.
Sigmund Freud: Detesto mi maxilar mecánico, porque la lucha con este aparato me consume mucha energía preciosa. Pero prefiero esto a no tener ningún maxilar. Aún así prefiero la existencia a la extinción. Tal vez los dioses sean gentiles con nosotros, tornándonos la vida más desagradable a medida que envejecemos. Por fin, la muerte nos parece menos intolerable que los fardos que cargamos.
(Freud se rehúsa a admitir que el destino le reserva algo especial).
Sigmund Freud: ¿Por qué (dice calmamente) debería yo esperar un tratamiento especial? La vejez, con sus arrugas, llega para todos. Yo no me revelo contra el orden universal. Finalmente, después de setenta años, tuve lo bastante para comer. Aprecié muchas cosas -en compañía de mi mujer, mis hijos- el calor del sol. Observé las plantas que crecen en primavera. De vez en cuando tuve una mano amiga para apretar. En otra ocasión encontré un ser humano que casi me comprendió. ¿Qué más puedo querer?
George Sylvester Viereck: El señor tiene una fama. Su obra prima influye en la literatura de cada país. Los hombres miran la vida y a sí mismos con otros ojos, por causa de este señor. Recientemente, en el septuagésimo aniversario, el mundo se unió para homenajearlo, con excepción de su propia universidad.
Sigmund Freud: Si la Universidad de Viena me demostrase reconocimiento, me sentiría incómodo. No hay razón en aceptarme a mí o a mi obra porque tengo setenta años. Yo no atribuyo importancia insensata a los decimales. La fama llega cuando morimos y, francamente, lo que ven después no me interesa. No aspiro a la gloria póstuma. Mi virtud no es la modestia.
George Sylvester Viereck: ¿No significa nada el hecho de que su nombre va a perdurar?
Sigmund Freud: Absolutamente nada, es lo mismo que perdure o que nada sea cierto. Estoy más bien preocupado por el destino de mis hijos. Espero que sus vidas no sean difíciles. No puedo ayudarlos mucho. La guerra prácticamente liquidó mis posesiones, lo que había adquirido durante mi vida. Pero me puedo dar por satisfecho. El trabajo es mi fortuna.
(Estábamos subiendo y descendiendo una pequeña elevación de tierra en el jardín de su casa. Freud acarició tiernamente un arbusto que florecía)
Sigmund Freud: Estoy mucho más interesado en este capullo de lo que me pueda acontecer después de estar muerto.
George Sylvester Viereck: ¿Entonces, el señor es, al final, un profundo pesimista?
Sigmund Freud: No, no lo soy. No permito que ninguna reflexión filosófica complique mi fluidez con las cosas simples de la vida.
George Sylvester Viereck: ¿Usted cree en la persistencia de la personalidad después de la muerte, de la forma que sea?
Sigmund Freud: No pienso en eso. Todo lo que vive perece. ¿Por qué debería el hombre constituir una excepción?
George Sylvester Viereck: ¿Le gustaría retornar en alguna forma, ser rescatado del polvo? ¿Usted no tiene, en otras palabras, deseo de inmortalidad?
Sigmund Freud: Sinceramente no. Si la gente reconoce los motivos egoístas detrás de la conducta humana, no tengo el más mínimo deseo de retornar a la vida; moviéndose en un círculo, sería siempre la misma. Más allá de eso, si el eterno retorno de las cosas, para usar la expresión de Nietzsche, nos dotase nuevamente de nuestra carnalidad y lo que involucra, ¿para qué serviría sin memoria? No habría vínculo entre entre el pasado y el futuro. Por lo que me toca, estoy perfectamente satisfecho en saber que el eterno aborrecimiento de vivir finalmente pasará. Nuestra vida es necesariamente una serie de compromisos, una lucha interminable entre el ego y su ambiente. El deseo de prolongar la vida excesivamente me parece absurdo.
George Sylvester Viereck: Bernard Shaw sustenta que vivimos muy poco. El encuentra que el hombre puede prolongar la vida si así lo desea, llevando su voluntad a actuar sobre las fuerzas de la evolución. Él cree que la humanidad puede recuperar la longevidad de los patriarcas.
Sigmund Freud: Es posible que la muerte en sí no sea una necesidad biológica. Tal vez morimos porque deseamos morir. Así como el amor o el odio por una persona viven en nuestro pecho al mismo tiempo, Ali también toda la vida conjuga el deseo de la propia destrucción. Del mismo modo como un pequeño elástico tiende a asumir la forma original, así también toda materia viva, conciente o inconscientemente, busca readquirir la completa, la absoluta inercia de la existencia inorgánica. El impulso de vida o el impulso de muerte habitan lado a lado dentro nuestro. La muerte es la compañera del Amor. Ellos juntos rigen el mundo. Esto es lo que dice mi libro: "Más allá del principio del placer" En el comienzo del psicoanálisis se suponía que el Amor tenía toda la importancia. Ahora sabemos que la Muerte es igualmente importante. Biológicamente, todo ser vivo, no importa cuán intensamente la vida arda dentro de él, ansía el Nirvana, la cesación de la "fiebre llamada vivir". El deseo puede ser encubierto por digresiones, no obstante, el objetivo último de la vida es la propia extinción.
George Sylvester Viereck: Esto es la filosofía de la autodestrucción. Ella justifica el auto-exterminio. Llevaría lógicamente al suicidio universal imaginado por Eduard Von Hartmann.
Sigmund Freud: La humanidad no escoge el suicidio porque la ley de su ser desaprueba la vía directa para su fin. La vida tiene que completar su ciclo de existencia. En todo ser normal, la pulsión de vida es fuerte, lo bastante para contrabalancear la pulsión de muerte, pero en el final, ésta resulta más fuerte. Podemos entretenernos con la fantasía de que la muerte nos llega por nuestra propia voluntad. Sería más posible que no pudiéramos vencer a la muerte porque en realidad ella es un aliado dentro de nosotros. En este sentido (añadió Freud con una sonrisa) puede ser justificado decir que toda muerte es un suicidio disfrazado.
(Estaba haciendo frío en el jardín. Continuamos la conversación en el gabinete. Vi una pila de manuscritos sobre la mesa, con la caligrafía clara de Freud).
George Sylvester Viereck: ¿En qué está trabajando el señor Freud?
Sigmund Freud: Estoy escribiendo una defensa del análisis lego, del psicoanálisis practicado por los legos. Los doctores quieren establecer al análisis ilegal para los no-médicos. La historia, esa vieja plagiadora, se repite después de cada descubrimiento. Los doctores combaten cada nueva verdad en el comienzo. Después procuran monopolizarla.
George Sylvester Viereck: ¿Usted tuvo mucho apoyo de los legos?
Sigmund Freud: Algunos de mis mejores discípulos son legos.
George Sylvester Viereck: ¿El Señor Freud está practicando mucho psicoanálisis?
Sigmund Freud: Ciertamente. En este momento estoy trabajando en un caso muy difícil, intentando desatar conflictos psíquicos de un interesante paciente nuevo. Mi hija también es psicoanalista como usted puede ver....
(En ese momento apareció Miss Anna Freud, acompañada por su paciente, un muchacho de once años de facciones inconfundiblemente anglosajonas)
George Sylvester Viereck: ¿Usted ya se analizó a sí mismo?
Sigmund Freud: Ciertamente. El psicoanalista debe constantemente analizarse a sí mismo. Analizándonos a nosotros mismos, estamos más capacitados para analizar a otros. El psicoanalista es como un chivo expiatorio de los hebreos, los otros descargan sus pecados sobre él. El debe practicar su arte a la perfección para liberarse de los fardos cargados sobre él.
George Sylvester Viereck: Mi impresión es de que el psicoanálisis despierta en todos los que lo practican el espíritu de la caridad cristiana. Nada existe en la vida humana que el psicoanálisis no nos pueda hacer comprender. "Tout comprendre c'est tou pardonner".
Sigmund Freud: Por el contrario (acusó Freud sus facciones asumiento la severidad de un profeta hebreo), comprender todo no es perdonar todo. El análisis nos enseña apenas lo que podemos soportar, pero también lo que podemos evitar. El análisis nos dice lo que debe ser eliminado. La tolerancia con el mal no es de manera alguna corolario del conocimiento.
(Comprendí súbitamente por qué Freud había litigado con sus seguidores que lo habían abandonado, porque él no perdona disentir del recto camino de la ortodoxia psicoanalítica. Su sentido de lo que es recto es herencia de sus ancestros. Una herencia de la que él se enorgullece como se enorgullece de su raza).
Sigmund Freud: Mi lengua es el alemán. Mi cultura, mi realización es alemana. Yo me considero un intelectual alemán, hasta que percibí el crecimiento del preconcepto anti-semita en Alemania y en Austria. Desde entonces prefiero considerarme judío.
(Quedé algo desconcertado con esta observación. Me parecía que el espíritu de Freud debería vivir en las alturas más allá de cualquier preconcepto de razas, que él debería ser inmune a cualquier rencor personal. Entanto no precisamente a su indignación, a su honesta ira, se volvía más atrayente como ser humano. ¡Aquiles sería intolerable si no fuese por su talón!)
George Sylvester Viereck: Me pone contento, Herr Profesor, de que también el señor tenga sus complejos, de que también el señor Freud demuestre que es un mortal!
Sigmund Freud: Nuestros complejos son la fuente de nuestra debilidad; pero con frecuencia, son también la fuente de nuestra fuerza.
George Sylvester Viereck: Imagino, observo, ¡cuáles serían mis complejos!
Sigmund Freud: Un análisis serio dura más o menos un año. Puede durar igualmente dos o tres años. Usted está dedicando muchos años de su vida la "caza de los leones". Usted procuró siempre a las personas destacadas de su generación: Roosevelt, El Emperador, Hindenburgh, Briand, Foch, Joffre, Georg Bernard Shaw....
George Sylvester Viereck: Es parte de mi trabajo.
Sigmund Freud: Pero también es su preferencia. El gran hombre es un símbolo. Su búsqueda es la búsqueda de su corazón. Usted también está procurando al gran hombre para tomar el lugar de su padre. Es parte del complejo del padre.
(Negué vehementemente la afirmación de Freud. Mientras tanto, reflexionando sobre eso, me parece que puede haber una verdad, no sospechada por mi, en su sugestión casual. Puede ser lo mismo que el impulso que me llevó a él)
George Sylvester Viereck: Me gustaría, observé después de un momento, poder quedarme aquí lo bastante para vislumbrar mi corazón a través de sus ojos. ¡Tal vez, como la Medusa, yo muriese de pavor al ver mi propia imagen! Aún cuando no confío en estar muy informado sobre psicoanálisis, frecuentemente anticiparía o tentaría anticipar sus intenciones.
Sigmund Freud: La inteligencia en un paciente no es un impedimento. Por el contrario, muchas veces facilita el trabajo.
(En este punto el maestro del psicoanálisis difiere bastante de sus seguidores, que no gustan mucho de la seguridad del paciente que tienen bajo su supervisión)
George Sylvester Viereck: A veces imagino si no seríamos más felices si supiésemos menos de los procesos que dan forma a nuestros pensamientos y emociones. El psicoanálisis le roba a la vida su último encanto, al relacionar cada sentimiento a su original grupo de complejos. No nos volvemos más alegres descubriendo que todos abrigamos al criminal o al animal.
Sigmund Freud: ¿Qué objeción puede haber contra los animales? Yo prefiero la compañía de los animales a la compañía humana.
George Sylvester Viereck: ¿Por qué?
Sigmund Freud: Porque son más simples. No sufren de una personalidad dividida, de la desintegración del ego, que resulta de la tentativa del hombre de adaptarse a los patrones de civilización demasiado elevados para su mecanismo intelectual y psíquico. El salvaje, como el animal es cruel, pero no tiene la maldad del hombre civilizado. La maldad es la venganza del hombre contra la sociedad, por las restricciones que ella impone. Las más desagradables características del hombre son generadas por ese ajuste precario a una civilización complicada. Es el resultado del conflicto entre nuestros instintos y nuestra cultura. Mucho más desagradables que las emociones simples y directas de un perro, al mover su cola, o al ladrar expresando su displacer. Las emociones del perro (añadió Freud pensativamente), nos recuerdan a los héroes de la antigüedad. Tal vez sea esa la razón por la que inconscientemente damos a nuestros perros nombres de héroes como Aquiles o Héctor.
George Sylvester Viereck: Mi cachorro es un doberman Pinscher llamado Ájax.
Sigmund Freud: (sonriendo) Me contenta saber que no pueda leer. ¡El sería ciertamente, el miembro menos querido de la casa, si pudiese ladrar sus opiniones sobre los traumas psíquicos y el complejo de Edipo!
George Sylvester Viereck: Aún usted, profesor, sueña la existencia compleja por demás. En tanto me parece que el señor sea en parte responsable por las complejidades de la civilización moderna. Antes que usted inventase el psicoanálisis, no sabíamos que nuestra personalidad es dominada por una hueste beligerante de complejos cuestionables. El psicoanálisis vuelve a la vida como un rompecabezas complicado.
Sigmund Freud: De ninguna manera. El psicoanálisis vuelve a la vida más simple. Adquirimos una nueva síntesis después del análisis. El psicoanálisis reordena el enmarañado de impulsos dispersos, procura enrollarlos en torno a su carretel. O, modificando la metáfora, el psicoanálisis suministra el hilo que conduce a la persona fuera del laberinto de su propio inconsciente.
George Sylvester Viereck: Al menos en la superficie, pues la vida humana nunca fue más compleja. Cada día una nueva idea propuesta por usted o por sus discípulos, vuelven un problema de la conducta humana más intrigante y más contradictorio.
Sigmund Freud: El psicoanálisis por lo menos, jamás cierra la puerta a una nueva verdad.
George Sylvester Viereck: Algunos de sus discípulos, más ortodoxos que usted, se apegan a cada pronunciamiento que sale de su boca.
Sigmund Freud: La vida cambia. El psicoanálisis también cambia. Estamos apenas en el comienzo de una nueva ciencia.
George Sylvester Viereck: La estructura científica que usted levanta me parece ser mucho más elaborada. Sus fundamentos -la teoría del "desplazamiento", de la "sexualidad infantil", de los "simbolismos de los sueños", etc- parecen permanentes.
Sigmund Freud: Yo repito, pues, que estamos apenas en el inicio. Yo apenas soy un iniciador. Conseguí desenterrar monumentos enterrados en los sustratos de la mente. Pero allí donde yo descubrí algunos templos, otros podrán descubrir continentes.
George Sylvester Viereck: ¿Usted siempre pone el énfasis sobre todo en el sexo?
Sigmund Freud: Respondo con las palabras de su propio poeta, Walt Whitman: "Más todo faltaría si faltase el sexo" (Yet all were lacking, if sex were lacking). Mientras tanto, ya le expliqué que ahora pongo el énfasis casi igual en aquello que está "más allá" del placer -la muerte, la negociación de la vida. Este deseo explica por qué algunos hombres aman al dolor -como un paso para el aniquilamiento! Explica por qué los poetas agradecen a:
Whatever gods there be,
That no life lives forever
And even the weariest river
Wind somewhere safe to sea.
"Cualesquiera dioses que existan
Que la vida ninguna viva para siempre
Que los muertos jamás se levanten
Y también el río más cansado
Desagüe tranquilo en el mar"
George Sylvester Viereck: Shaw, como usted, no desea vivir para siempre, pero a diferencia de usted, él considera al sexo carente de interés.
Sigmund Freud: (Sonriendo) Shaw no comprende al sexo. El no tiene ni la más remota concepción del amor. No hay un verdadero caso amoroso en ninguna de sus piezas. Él hace humoradas del amor de Julio César -tal vez la mayor pasión de la historia. Deliberadamente, tal vez maliciosamente, él despoja a Cleopatra de toda grandeza, relegándola a una simple e insignificante muchacha. La razón para la extraña actitud de Shaw frente al amor, por su negación del movil de todas las cosas humanas, que emanan de sus piezas el clamor universal, a pesar de su enorme alcance intelectual, es inherente a su psicología. En uno de sus prefacios, él mismo enfatiza el rasgo ascético de su temperamento. Yo puedo estar errado en muchas cosas, pero estoy seguro de que no erré al enfatizar la importancia del instinto sexual. Por ser tan fuerte, choca siempre con las convenciones y salvaguardas de la civilización. La humanidad, en una especie de autodefensa procura su propia importancia. Si usted raspa a un ruso, dice el proverbio, aparece el tártaro sobre la piel. Analice cualquier emoción humana, no importa cuán distante esté de la esfera de la sexualidad, y usted encontrará ese impulso primordial al cual la propia vida debe su perpetuidad.
George Sylvester Viereck: Usted, sin duda, fue bien seguido al transmitir ese punto de vista a los escritores modernos. El psicoanálisis dió nuevas intensidades a la literatura.
Sigmund Freud: También recibí mucho de la literatura y la filosofía. Nietzche fue uno de los primeros psicoanalistas. Es sorprendente ver hasta qué punto su intuición preanuncia las novedades descubiertas. Ninguno se percató más profundamente de los motivos duales de la conducta humana, y de la insistencia del principio del placer en predominar indefinidamente que él. El Zaratustra dice: "El dolor grita: ¡Va! Pero el placer quiere eternidad Pura, profundamente eternidad". El psicoanálisis puede ser menos discutido en Austria y en Alemania que en los Estados Unidos, su influencia en la literatura es inmensa por lo tanto. Thomas Mann y Hugo Von Hofmannsthak mucho nos deben a nosotros. Schnitzler recorre un sendero que es, en gran medida, paralela a mi propio desarrollo. El expresa poéticamente lo que yo intento comunicar científicamente. Pero el Dr. Schnitzle no es ni siquiera un poeta, es también un científico.
George Sylvester Viereck: Usted no sólo es un científico, también es un poeta. La literatura americana está impregnada de psicoanálisis. Hupert Hughes, Harvrey O'Higgins y otros, son sus intérpretes. Es casi imposible abrir una nueva novela sin encontrar alguna referencia al psicoanálisis. Entre los dramaturgos Eugene O'Neill y Sydney Howard tienen una gran deuda con usted. "The Silver Cord" por ejemplo, es simplemente una dramatización del complejo de Edipo.
Sigmund Freud: Yo sé y entiendo el cumplido que hay en esa afirmación. Pero, tengo cierta desconfianza de mi popularidad en los Estados Unidos. El interés americano por el psicoanálisis no se profundiza. La popularización lo lleva a la aceptación sin que se lo estudie seriamente. Las personas apenas repiten las frases que aprenden en el teatro o en las revistas. Creen comprender algo del psicoanálisis porque juegan con su argot. Yo prefiero la ocupación intensa con el psicoanálisis, tal como ocurre en los centros europeos, aunque Estados Unidos fue el primer país en reconocerme oficialmente. La Clark University me concedió un diploma honorario cuando yo siempre fui ignorado en Europa. Mientras tanto, Estados Unidos hace pocas contribuciones originales al psicoanálisis. Los americanos son jugadores inteligentes, raramente pensadores creativos. Los médicos en los Estados Unidos, y ocasionalmente también en Europa, tratan de monopolizar para sí al psicoanálisis. Pero sería un peligro para el psicoanálisis dejarlo exclusivamente en manos de los médicos, pues una formación estrictamente médica es con frecuencia, un impedimento para el psicoanálisis. Es siempre un impedimento cuando ciertas concepciones científicas tradicionales están arraigadas en el cerebro.
¡Freud tiene que decir la verdad a cualquier precio! El no puede obligarse a sí mismo a agradar a Estados Unidos donde están la mayoría de sus seguidores. A pesar de su rudeza, Freud es la urbanidad en persona. Él oye pacientemente cada intervención, procurando nunca intimidar al entrevistador. ¡Raro es el visitante que se aleja de su presencia sin un presente, alguna señal de hospitalidad!
Había oscurecido. Era tiempo de tomar el tren de vuelta a la ciudad que una vez cobijara el esplendor imperial de los Habsburgos. Acompañado de su esposa y de su hija, Freud desciende los escalones que lo alejan de su refugio en la montaña a la calle para verme partir. El me pareció cansado y triste al darme el adiós.
"No me haga parecer un pesimista -dice Freud después de un apretón de manos. Yo no tengo desprecio por el mundo. Expresar desdén por el mundo es apenas otra forma de cortejarlo, de ganar audiencia y aplauso. ¡No, yo no soy un pesimista, en tanto tenga a mis hijos, mi mujer y mis flores! No soy infeliz, al menos no más infeliz que otros".
El silbato de mi tren sonó en la noche. El automóvil me conducía rápidamente para la estación. Apenas logro ver ligeramente curvado y la cabeza grisácea de Sigmund Freud que desaparecen en la distancia...
*Esta entrevista fue concedida al periodista George Sylvester Viereck en 1926 en la casa de Sigmund Freud en los alpes suizos.
Fue traducida al castellano por Miguel Angel Arce.
George Sylvester Viereck, era periodista del "Journal of Psichology".

TEXTO EN INGLÉS
The speaker was Professor Sigmund Freud, the great Austrian explorer of the nether world
of the soul. Like the tragic Greek hero, Oedipus, whose name is so intimately connected with
the principal tenets of psychoanalysis, Freud boldly confronted the Sphinx.
Like Oedipus, he solved her riddle. At least no mortal has come nearer to explaining the
secret of human conduct than Freud.
Freud is to psychology, what Galileo was to astronomy. He is the Columbus of the
subconscious. He opens new vistas, he sounds new depths. He changed the relationship of
everything in life to every other thing, by deciphering the hidden meaning of the records
inscribed on the tablets of the unconscious.
The scene where our conversation took place was Freud’s summer home on the
Semmering, a mountain in the Austrian Alps, where fashionable Vienna loves to foregather.
I had last seen the father of psychoanalysis in his unpretentious home in the Austrian
capital. The few years intervening between my last visit and the present had multiplied the
wrinkles of his forehead. They had intensified his scholastic pallor. His face was drawn, as in
pain. His mind was alert, his spirit unbroken, his courtesy impeccable as of old, but a slight
impediment in his speech alarmed me.
* Cet entretien a paru dans Th. Reik, C. Staff, B. N. Nelson (ed.), Psychoanalysis and the Future (1957).
New-York: National Psychological Association For Psychoanalysis, INC.
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It seems that a malignant affection of the upper jaw had necessitated an operation. Since
that time, Freud wears a mechanical contrivance to facilitate speech. In itself this is no worse
than the wearing of glasses. The presence of the metal device embarrasses Freud more than his
visitors. It is hardly noticeable after one speaks to him a while. On his good days, it cannot be
detected at all. But to Freud himself it is cause of constant annoyance.
"I detest my mechanical jaw, because the struggle with the mechanism consumes so much
precious strength. Yet I prefer a mechanical jaw to no jaw at all. I still prefer existence to
extinction.
"Perhaps the gods are kind to us," the father of psychoanalysis went on to say, "by making
life more disagreeable as we grow older. In the end, death seems less intolerable than the
manifold burdens we carry."
Freud refuses to admit that destiny bears him any special malice.
"Why," he quietly said, "should I expect any special favor? Age, with its manifest
discomforts, comes to all. It strikes one man here, and one there. Its blow always lands in a vital
spot. The final victory always belongs to the Conqueror Worm.
Out–out are the lights–out all!
And over each quivering form
The curtain, a funereal pall
Comes down, with the rush of a storm
And the angels, all pallid and wan,
Uprising, unveiling, affirm
That the play is the tragedy ‘Man,’
And its hero the Conqueror Worm.
"I do not rebel against the universal order. After all," the master prober of the human brain
continued, "I have lived over seventy years. I had enough to eat. I enjoyed many things–the
comradeship of my wife, my children, the sunsets. I watched the plants grow in the springtime.
Now and then the grasp of a friendly
hand was mine. Once or twice I met a human being who almost understood me. What more can
I ask?"
"You have had," I said, "fame. Your work affects the literature of every land. Man looks at
life and himself with different eyes because of you. And recently on your seventieth birthday the
world united to honor you–with the exception of your own university!»
"If the University of Vienna had recognized me, they would have only embarrassed me.
There is no reason why they should embrace either me or my doctrine because I am seventy. I
attach no unreasonable importance to decimals.
"Fame comes to us only after we are dead, and, frankly, what comes afterwards does not
concern me. I have no aspiration to posthumous glory. My modesty is no virtue."
"Does it not mean something to you that your name will live?"
"Nothing whatsoever, even if it should live, which is by no means certain. I am far more
interested in the fate of my children. I hope that their life will not be so hard. I cannot make their
life much easier. The war practically wiped out my modest fortune, the savings of a lifetime.
However, fortunately, age is not too heavy a burden. I can carry on! My work still gives me
pleasure."
We were walking up and down a little pathway in the steep garden of the house. Freud
tenderly caressed a blossoming bush with his sensitive hands.
"I am far more interested in this blossom," he said, "than in anything that may happen to
me after I am dead."
"Then you are, after all, a profound pessimist?"
"I am not. I permit no philosophic reflection to spoil my enjoyment of the simple things of
life."
"Do you believe in the persistence of personality after death in any form whatsoever?"
"I give no thought to the matter. Everything that lives perishes. Why should I survive?"
"Would you like to come back in some form, to be reintegrated from the dust? Have you,
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in other words, no wish for immortality?"
"Frankly, no. If one recognizes the selfish motives which underlie all human conduct, one
has not the slightest desire to return. Life, moving in a circle, would still be the same.
"Moreover, even if the eternal recurrence of things, to use Nietzsche’s phrase, were to
reinvest us with our fleshly habiliments, of what avail would this be without memory? There
would be no link between past and future.
"So far as I am concerned, I am perfectly content to know that
the eternal nuisance of living will be finally done with. Our life is necessarily a series of
compromises, a never-ending struggle between the ego and his environment. The wish to
prolong life unduly, strikes me as absurd."
"Do you disapprove of the attempts of your colleague Steinach to lengthen the cycle of
human existence?"
"Steinach makes no attempt to lengthen life. He merely combats old age. By tapping the
reservoir of strength within our own bodies, he helps the tissue to resist disease. The Steinach
operation sometimes arrests untoward biological accidents, like cancer, in their early stages. It
makes life more livable. It does not make it worth living.
"There is no reason why we should wish to live longer. But there is every reason why we
should wish to live with the smallest amount of discomfort possible.
"I am tolerably happy, because I am grateful for the absence of pain, and for life’s little
pleasures, for my children and for my flowers!"
"Bernard Shaw claims that our years are too few. He thinks that man can lengthen the span
of human life, if he so desires, by bringing his will-power to play upon the forces of evolution.
Mankind, he thinks, can recover the longevity of the patriarchs."
"It is possible," Freud replied, "that death itself may not be a biological necessity. Perhaps
we die because we want to die.
"Even as hate and love for the same person dwell in our bosom at the same time, so all life
combines with the desire to maintain itself, an ambivalent desire for its own annihilation.
"Just as a stretched rubber band has the tendency to assume its original shape, so all living
matter, consciously or unconsciously, craves to regain the complete and absolute inertia of
inorganic existence. The death-wish and life-wish dwell side by side, within us.
"Death is the mate of Love. Together they rule the world. This is the message of my book,
Beyond the Pleasure Principle.
"In the beginning, psychoanalysis assumed that Love was all important. Today we know
that Death is equally important.
"Biologically, every living being, no matter how intensely life burns within him, longs for
Nirvana, longs for the cessation of ‘the fever called living,’ longs for Abraham’s bosom. The
desire may be disguised by various circumlocutions. Nevertheless, the ultimate object of life is
its own extinction!"
"This," I exclaimed, "is the philosophy of self-destruction. It justifies self-slaughter. It
should lead logically to the world suicide envisaged by Eduard von Hartmann."
"Mankind does not choose suicide, because the law of its being abhors the direct route to
its goal. Life must complete its cycle of existence. In every normal being, the life-wish is strong
enough to counterbalance the death-wish, albeit in the end the death-wish proves stronger.
"We may entertain the fanciful suggestion that Death comes to us by our own volition. It is
possible that we could vanquish Death, except for his ally in our bosom.
"In that sense," Freud added with a smile, "we may be justified in saying that all Death is
suicide in disguise."
It grew chilly in the garden.
We continued our conversation in the study.
I saw a pile of manuscripts on the desk in Freud’s own neat handwriting.
"What are you working on?" I asked.
"I am writing a defense of lay-analysis, psychoanalysis as practiced by laymen. The
doctors want to make analysis except by licensed physicians illegal. History, the old plagiarizer,
repeats herself after every discovery. The doctors fight every new truth in the beginning.
Afterwards they try to monopolize it."
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"Have you had much support from the laity?"
"Some of my best pupils are laymen."
"Do you practice much yourself?"
"Certainly. At this very moment, I am working on a difficult case, disentangling the
psychic conflicts of an interesting new patient.
"My daughter, too, is a psychoanalyst, as you see. . . ."
At this juncture, Miss Anna Freud appeared followed by her patient, a lad of eleven,
unmistakably Anglo-Saxon in feature. The child seemed perfectly happy, completely oblivious
of a conflict or tangle in his personality.
"Do you ever," I asked Professor Freud, "analyze yourself?"
"Certainly. The psychoanalyst must constantly analyze himself. By analyzing ourselves,
we are better able to analyze others.
"The psychoanalyst is like the scapegoat of the Hebrews. Others load their sins upon him.
He must exercise his art to the utmost to extricate himself from the burden cast upon him."
"It always seems to me," I remarked, "that psychoanalysis necessarily induces in all those
who practice it, the spirit of Christian charity. There is nothing in human life that
psychoanalysis cannot make us understand. ‘Tout comprendre c’est tout pardonner.’–’To
understand all, is to forgive all.’ "
"On the contrary," thundered Freud, his features assuming the fierce severity of a Hebrew
prophet. "To understand all, is not to forgive all. Psychoanalysis teaches us not only what we
may endure, it also teaches us what we must avoid. It tells us what must be exterminated.
Tolerance of evil is by no means a corollary of knowledge."
I suddenly understood why Freud had quarreled so bitterly with those of his followers who
had deserted him, why he cannot forgive their departure from the straight path of orthodox
psychoanalysis. His sense of righteousness is the heritage of his ancestors. It is a heritage of
which he is proud, as he is proud of his race.
"My language," he explained to me, "is German. My culture, my attainments are German. I
considered myself a German intellectually, until I noticed the growth of anti-Semitic prejudice
in Germany and in German Austria. Since that time, I consider myself no longer a German. I
prefer to call myself a Jew."
I was somewhat disappointed by this remark.
It seemed to me that Freud’s spirit should dwell on heights, beyond any prejudice of race,
that he should be untouched by any personal rancor. Yet his very indignation, his honest wrath,
made him more endearingly human.
Achilles would be intolerable, if it were not for his heel!
"I am glad," I remarked, "Herr Professor, that you, too, have your complexes, that you, too,
betray your mortality."
"Our complexes," Freud replied, "are the source of our weakness; they are also often the
source of our strength."
"I wonder," I remarked, "what my complexes are!"
"A serious analysis," Freud replied, "takes at least a year. It may even take two or three
years. You are devoting many years of your life to lion-hunting. You have sought, year after
year, the outstanding figures of your generation, invariably men older than yourself. There was
Roosevelt, the Kaiser, Hindenburg, Briand, Foch, Joffre, George Brandes, Gerhart Hauptmann,
and George Bernard Shaw. . . ."
"It is part of my work."
"But it is also your preference. The great man is a symbol. Your search is the search of
your heart. You are seeking the great man to take the place of the father. It is part of your father
complex."
I vehemently denied Freud’s assertion. Nevertheless, on reflection, it seems to me that
there may be a truth, unsuspected by myself, in his casual suggestion. It may be the same
impulse that took me to him,
"In your Wandering Jew," he added, "you extend this search into the past. You are
always the Seeker of Men."
"I wish," I remarked after a while, "I could stay here long enough to glimpse my own
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heart through your eyes. Perhaps, like the Medusa, I would die from fright if I saw my own
image! However, I fear I am too well versed in psychoanalysis. I would constantly anticipate,
or try to anticipate, your intentions."
"Intelligence in a patient," Freud replied, "is no handicap. On the contrary, it sometimes
facilitates one’s task."
In that respect the master of psychoanalysis differs with many of his adherents, who
resent any self-assertion of the patient under their probe.
Most psychoanalysts employ Freud’s method of "free association." They encourage the
patient to say everything that comes into his mind, no matter how stupid, how obscene, how
inopportune, or irrelevant it may seem. Following clues seemingly unimportant, they can trace
the psychic dragons that haunt him to their lair. They dislike the desire of the patient for active
cooperation, for they fear that once the direction of their inquiry becomes clear to him, his
wishes and resistances, unconsciously striving to preserve their secrets, may throw the psychic
huntsman off the trail. Freud, too, recognizes this danger.
"I sometimes wonder," I questioned, "if we would not be happier if we knew less of the
processes that shape our thoughts and emotions? Psychoanalysis robs life of its last
enchantments, when it traces every feeling to its original cluster of complexes. We are not
made more joyful by discovering that we all harbor in our hearts the savage, the criminal and
the beast."
"What is your objection to the beasts?" Freud replied. "I prefer the society of animals
infinitely to human society."
"Why?"
"Because they are so much simpler. They do not suffer from a divided personality, from
the disintegration of the ego, that arises from man’s attempt to adapt himself to standards of
civilization too high for his intellectual and psychic mechanism.
"The savage, like the beast, is cruel, but he lacks the meanness of the civilized man.
Meanness is man’s revenge upon society for the restraints it imposes. This vengefulness
animates the professional reformer and the busybody. The savage may chop off your head, he
may eat you, he may torture you, but he will spare you the continuous little pinpricks which
make life in a civilized community at times almost intolerable.
"Man’s most disagreeable habits and idiosyncrasies, his deceit, his cowardice, his lack of
reverence, are engendered by his incomplete adjustment to a complicated civilization. It is the
result of the conflict between our instincts and our culture.
"How much more pleasant are the simple, straightforward, intense emotions of a dog,
wagging his tail or barking his displeasure! The emotions of the dog," Freud thoughtfully
added, "remind one of the heroes of antiquity. Perhaps that is the reason why we unconsciously
bestow upon our canines the names of ancient heroes such as Achilles and Hector."
"My own dog," I interjected, "is a Doberman Pinscher called `Ajax.’ "
Freud smiled.
"I am glad," I added, "that he cannot read. It would certainly make him a less desirable
member of the household if he could yelp his opinion on psychic traumas and Edipus
complexes!
"Even you, Professor, find existence too complex. Yet, it seems to me that you yourself
are partly responsible for the complexities of modern civilization. Before you invented
psychoanalysis we did not know that our personality is dominated by a belligerent host of
highly objectionable complexes. Psychoanalysis has made life a complicated puzzle."
"By no means," Freud replied. "Psychoanalysis simplifies life. We achieve a new
synthesis after analysis. Psychoanalysis reassorts the maze of stray impulses, and tries to wind
them around the spool to which they belong. Or, to change the metaphor, it supplies the thread
that leads a man out of the labyrinth of his own unconscious."
"On the surface, it seems, nevertheless, as if human life was never more complex. And
every day some new idea, put forward by you or by your disciples, makes the problem of
human conduct more puzzling and more contradictory."
"Psychoanalysis, at least, never shuts the door on a new truth." "Some of your pupils,
more orthodox than you, cling to every pronouncement that has ever emanated from you."
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"Life changes. Psychoanalysis also changes," Freud observed. "We are only at the
beginning of a new science."
"It seems to me that the scientific structure you have erected is very elaborate. Its
fixtures–the theory of ‘replacement,’ of ‘infantile sexuality,’ and of ‘dream symbols,’ etc.–
seem to be fairly permanent."
"Nevertheless, I repeat, we are only at the beginning. I am only a beginner. I was
successful in digging up buried monuments from
the substrata of the mind. But where I have discovered a few temples, others may discover a
continent."
"You still place most emphasis on sex?"
"I reply with the words of your own poet, Walt Whitman: `Yet all were lacking, if sex were
lacking.’ However, I have already explained to you that I place today almost equal emphasis
upon that which lies ‘beyond’ pleasure–death, the negation of life. This desire explains why
some men love pain–as a step to annihilation! It explains why all men seek rest, why poets
thank–
Whatever gods there be,
That no life lives forever
That dead men. rise up never
And even the weariest river
Winds somewhere safe to sea."
"Shaw, like you, does not wish to live forever, but," I remarked, "unlike you, he regards sex
as uninteresting."
"Shaw," Freud replied smiling, "does not understand sex. He has not the remotest
conception of love. There is no real love affair in any of his plays. He makes a jest of Caesar’s
love affair–perhaps the greatest passion in history. Deliberately, not to say maliciously, he
divests Cleopatra of all grandeur, and degrades her into an insignificant flapper.
"The reason for Shaw’s strange attitude toward love, and for his denial of the primal mover
of all human affairs, which robs his plays of universal appeal in spite of his enormous
intellectual equipment, is inherent in his psychology. In one of his prefaces, Shaw himself
emphasizes the ascetic strain in his temperament.
"I may have made many mistakes, but I am quite sure that I made no mistake when I
emphasized the predominance of the sex instinct. Because the sex instinct is so strong, it clashes
most frequently with the conventions and safeguards of civilization. Mankind, in self-defense,
seeks to deny its supreme importance.
"If you scratch the Russian, the proverb says, the Tartar appears underneath. Analyze any
human emotion, no matter how far it may be removed from the sphere of sex, and you are sure
to discover somewhere the primal impulse, to which life itself owes its perpetuation."
"You certainly have succeeded in impressing this point of view upon all modern writers.
Psychoanalysis has given new intensities to literature."
"It also has received much from literature and philosophy.
Nietzsche was one of the first psychoanalysts. It is amazing to what extent his intuition
foreshadows our discoveries. No one has recognized more profoundly the dual motives of
human conduct, and the insistence of the pleasure principle upon unending sway. His
Zarathustra says:
Woe
Crieth: Go!
But Pleasure craves eternity
Craves quenchless, deep eternity.
"Psychoanalysis may be less widely discussed in Austria and Germany than in the United
States, but its influence in literature is nevertheless immense.
"Thomas Mann and Hugo von Hofmannsthal owe much to us. Schnitzler parallels, to a
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large extent, my own development. He expresses poetically much that I attempt to convey
scientifically. But then, Dr. Schnitzler is not only a poet, but also a scientist."
"You," I replied, "are not only a scientist, but also a poet. American literature," I went on
to say, "is steeped in psychoanalysis. Rupert Hughes, Harvey O’Higgins, and others make
themselves your interpreters. It is hardly possible to open a new novel without finding some
reference to psychoanalysis. Among dramatists Eugene O’Neill and Sydney Howard are
profoundly indebted to you. The Silver Cord, for instance, is merely a dramatization of the
Oedipus complex."
"I know," Freud replied. "I appreciate the compliment, but I am afraid of my own
popularity in the United States. American interest in psychoanalysis does not go very deep.
Extensive popularization leads to superficial acceptance without serious research. People
merely repeat the phrases they learn in the theater, or in the press. They imagine they understand psychoanalysis, because they can parrot its patter! I prefer the more intense study
of psychoanalysis in European centers.
"America was the first country to recognize me officially. Clark University conferred an
honorary degree upon me, when I was still ostracized in Europe. Nevertheless, America has
made few original contributions to the study of psychoanalysis.
"Americans are clever generalizers, they are rarely creative thinkers. Moreover, the
medical trust in the United States, as well as in Austria, attempts to preempt the field. To leave
psychoanalysis solely in the hands of doctors would be fatal to its development. A medical
education is as often a handicap as an advantage to the
psychoanalyst. It is a handicap, if certain accepted scientific conventions become too deeply
encrusted in the mind of the student."
Freud must tell the truth at all cost! He cannot force himself to flatter America, where he
has most admirers. He cannot even at threescore and ten bring himself to make a peace
offering to the medical profession, which accepts him only grudgingly even now.
In spite of his uncompromising integrity, Freud is the soul of urbanity. He listens
patiently to every suggestion, never attempting to overawe his interviewer. Rare is the guest
who leaves his presence without some gift, some token of hospitality!
Darkness had fallen.
It was time for me to take the train back to the city that once housed the imperial splendor
of the Hapsburgs.
Freud, accompanied by his wife and his daughter, climbed the steps leading from his
mountain retreat to the street, to see me off. He looked gray and sad to me, as he waved his
farewell.
"Don’t make me appear a pessimist," he remarked, after the final handshake. "I do not
despise the world. To express contempt for the world is only another method of wooing it, to
gain an audience and applause!
"No, I am not a pessimist, not while I have my children, my wife, and my flowers!
"Flowers," he added smilingly, "fortunately have neither character nor complexities. I love my flowers. And I am not unhappy–at least not more unhappy than others."
The whistle of my train shrieked through the night. Swiftly the car bore me away to the station. Slowly the slightly bent figure and the gray head of Sigmund Freud disappeared in the
distance.
Like Oedipus, Freud has looked too deep into the eyes of the Sphinx. The monster
propounds her riddle to every wayfarer. The wanderer who does not know the answer she
cruelly seizes and dashes against the rocks. Yet she may be kinder to those
whom she destroys, than to those who guess her secret.

viernes, 11 de marzo de 2011

FÓRMULAS PSÍQUICAS 102

El afán de completud, siempre presente, nos hace pensar frente al error, que nos alejamos, que no podemos hacerlo; y en realidad, es justo ahí, cuando algo comienza: abandonamos entonces el prejuicio, las fantasías previas, para conquistar el juicio, la diferencia.

jueves, 10 de marzo de 2011

FÓRMULAS PSÍQUICAS 101

Sólo un ser humano puede ayudar a otro ser humano.

FÓRMULAS PSÍQUICAS 100

El mejor es aquel que está entre los mejores.

miércoles, 9 de marzo de 2011

FÓRMULAS PSÍQUICAS 99

Para ser un rebelde, para cambiar la realidad es necesario aceptarla, reconocerla; y esto significa respetar las normas del juego. En caso contrario, haré de mi un psicótico o un criminal y en la realidad nada habrá cambiado.

FÓRMULAS PSÍQUICAS 98

La libertad es elegir a qué haceres me someto.

martes, 8 de marzo de 2011

FÓRMULAS PSÍQUICAS 97

Cambiar de una actividad a la siguiente; algo tan cotidiano y tan dificultoso para el humano.

miércoles, 2 de marzo de 2011

FÓRMULAS PSÍQUICAS 96

Las certezas son una forma de calmar la angustia frente a la ausencia de respuestas que nos hace deseantes.

FÓRMULAS PSÍQUICAS 95

Saber esperar es también tolerar que los otros, los otros más amados, piensen cualquier cosa de uno mientras camina.

FÓRMULAS PSÍQUICAS 94

Cada día es diferente y si no lo es, hay de nosotros mucho empeño, mucha energía desperdiciada en que así sea.

martes, 1 de marzo de 2011

FÓRMULAS PSÍQUICAS 93

Quien se deja ganar por los celos se excluye y quien se deja ganar por la envidia, si puede, excluye a otros.

FÓRMULAS PSÍQUICAS 92

Lo que no soporto en el otro gobierna en mi.

FÓRMULAS PSÍQUICAS 91

Si otro humano puede, tú también.