viernes, 29 de abril de 2011
LOS CELOS
Los celos es tal vez uno de los sentimientos, que aparentemente, menos nos agrada reconocer en nosotros, pero curiosamente, a veces, toleramos aún peor nuestras tendencias eróticas, nuestras elecciones amorosas, y preferimos entonces, habitar los celos a reconocer la atracción que experimentamos por otra persona, paradójico ¿verdad?.
Los celos se caracterizan por una experiencia de tristeza, por aquel o aquello que se piensa perdido en los brazos de otro, sentimientos concurrentes de inferioridad y generalmente hostilidad por quien se percibe como rival, frente a nuestro objeto de deseo. Ya en esta primera aproximación nos sale al encuentro uno de los demonios que siembran lo celos: pensar que el otro me pertenece y lo puedo, en consecuencia, perder o ganar. Esta ilusión de pertenencia luce raíces en la infancia, cuando el niño en su desamparo piensa a quien le cuida omnipotente y suyo; será todo un proceso separar su cuerpo del cuerpo de la madre, diferenciar su interior del exterior, dejar de alucinar la acción para tomar parte en el mundo. Y en esa completud imaginaria, que forma el niño y la madre (como más tarde puede suceder en la celebración de la pareja, donde siempre habrá esa tendencia a creer que uno vuelve a ser completo ), será la presencia de un tercero quien introducirá un falla, una grieta en esa ambición de unicidad, en esa ambición de autosuficiencia.
En psicoanálisis decimos que los celos sirven, si uno así lo permite, como llave de acceso a un deseo porque el deseo comienza siempre como deseo de otro, esto es, deseo aquello que el otra persona me muestra como un algo privilegiado para él o para ella, de tal manera, que insistir en hablar con los amigos acerca de la mujer a quien se ama, es la mejor forma de cultivar, no tanto la amistad que estaría más en relación con hacer proyectos juntos, sino la atracción en ellos hacia esa misma mujer. Es gracias a la tendencia celosa, que desvío mi interés a otros mundos más allá de esa fantasía autista de “ser el uno para el otro”, como tantas veces se escucha prometer al amor; fantasía, que de permanecer en ella, abre de par en par la puerta a la hostilidad y a la agresión.
“Cuando se cela se desea” canta el refrán popular, pero más bien diremos que los celos señalan que algo en nosotros ha sido tocado desde el exterior, que se ha movilizado nuestra libido, que se ha iniciado el movimiento, ahora todavía habrá que construir ese deseo, la dirección de ese arroyo.
Los celos pueden ser una llave a otro hacer, a nuevas relaciones, pero también pueden ser un destino a la cruel locura, a la destructiva envidia o a la más aférrima hostilidad.
Gran parte de nuestra vida afectiva permanece oculta a nuestra propia mirada y , por sorprendente que parezca, podemos experimentar fantasías eróticas de las que nada sabemos a nivel consciente; por ejemplo, a veces es más fácil para un hombre construir un delirio celotípico (celos paranoicos) que tolerar sus inclinaciones amorosas por otro hombre (si bien estas inclinaciones homosexuales son la simiente de toda gran amistad) ; tal fue el destino de Otelo, que acusó a Desdémona de lo que en realidad era su propia pasión: amar a Casio.
Reprimir y proyectar en los demás nuestras anhelos es un artificio de la moral para callarlos, sin embargo desde su exilio, su grito se hace aún más fuerte. Sirva como ilustración de este proceso aquel caso clínico, documentado por Freud, de una afable mujer, felizmente casada, que sin embargo sentía una gran atracción por el marido de su hija, y como este sentimiento le era por completo inadmisible a su conciencia, lo había reprimido, y en su lugar aparecieron persistentes y tormentosas dudas acerca de la fidelidad de su esposo.
Los celos tienen un carácter universal, por eso, quien afirma no sentirlos es precisamente quien más los padece. La diferencia entre una vida y otra estriba en qué puerta abrimos con esa llave; como señalábamos al principio los celos pueden ser el puente, que no el camino, de incursión a lo nuevo porque no hay nada en la realidad exterior que nos pueda conmover, invitar a la acción, sino por medio del deseo de otro; todos nuestros haceres están siempre en relación a otra persona, viva o muerta, a veces es a favor, otras veces es en contra; pero siempre es a favor o en contra de uno mismo. Cuando nos empeñamos en hacer del puente camino e insistimos en esa ilusión, en esa imagen de completud que atribuimos al otro, al supuesto rival por quien celamos, quedamos entonces atrapados en la captura imaginaria y nos precipitamos, sin más, al abismo de la envidia, donde ya no se persigue el deseo del otro, lo que el otro desea, sino aniquilar al otro. La envidia se estructura siempre en una relación de dos, y las relaciones de dos son, en todo momento, uno y su imagen. De ahí, que sea posible envidiarse a uno mismo e ir, como capitán en batalla, arremetiendo contra todo lo hermoso que nos habita.
Cada vez que me comparo con las demás personas, cada vez que transformo lo que simplemente es una diferencia, una pluralidad, en una diferencia adjetivada, es decir, en ser mejor o peor, más alto o menos alto, más guapo o menos guapo, más joven o menos joven, cada vez que así construyo mi realidad, quedo sometido a la envidia; envidia que sólo excluye y destruye; envidia estancada en la fantasía de tener lo que, en verdad, nadie tiene: la inmortalidad.
Todo sentimiento es siempre una articulación significante, es decir, el relato histórico de un hablante; decir que alguien siente celos muestra más el sentir de quien habla que el ajeno, y además ,qué son los celos, en ese momento, para esa persona, sólo podrá desplegarse en análisis. No se trata de saber sino de poder diluir, transformar, lo que hace obstáculo a la relación con los otros.
Ángela Gallego
Psicóloga Psicoanalista
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