El embarazo es un tiempo de cambios fisiológicos, pero como nada en el humano es únicamente orgánico sino que está sobredeterminado por su psiquismo, ocurre también que a lo largo de este recorrido la mujer puede experimentar alteraciones anímicas específicas, que en mayor o menor grado, hacen presencia en su hacer diario.
Hoy vamos a estudiar los procesos psíquicos que determinan la aparición de sentimientos de muerte durante el periodo prenatal; un estado anímico más frecuente de lo que en apariencia pudiera anticiparse:
A primera vista es paradójico que en un momento cuando la vida se multiplica, aparezcan dolorosas sensaciones de pérdida, acompañadas por ideas de muerte, en relación a uno mismo o a personas queridas; ideas que, a veces, se imponen con marcada insistencia e intrusismo en el curso del pensamiento.
En principio estos sentimientos de muerte, en tanto esporádicos, son una respuesta normal a la relación intrínseca entre el nacimiento y la muerte; la reproducción es el mecanismo que utiliza la especie para perpetuarse: nos reproducimos porque somos mortales. Las células germinativas (espermatozoides y óvulos) son lo único inmortal que el soma alberga, y están destinados a la formación de otros semejantes , es decir, en términos biológicos, el individuo es apenas una carcasa portadora de la semilla que sirve a la continuación de la especie.
El embarazo, y su consiguiente anuncio de nacimiento, hace corpóreo el invisible paso del tiempo, transformando a los hijos en padres, a los hermanos en tíos, y a los padres en abuelos, o dicho en palabras del poeta : junto al gemido del niño la lengua rota del viejo.
En nuestro inconsciente todos somos inmortales, la idea de la propia muerte es un inimaginable, no hay representación posible y el aprendizaje de nuestro ser mortal no procede de ver morir a otros, ( porque ante la muerte del amado el humano creó los espíritus), sino que viene pautado por algo en apariencia lejano: nuestro desarrollo sexual.
El desarrollo sexual en el humano, a diferencia del animal no hablante, es bifásico: atraviesa un primer florecimiento en la más temprana infancia, seguido por un etapa de latencia y un segundo resurgir con la metamorfósis de la pubertad. La sexualidad humana no gira, en exclusiva, en torno a la genitalidad, como sucede con los demás animales, sino que abarca toda la esfera de nuestra personalidad y se funda sobre la represión inconsciente de determinadas tendencias pulsionales que conocemos como sexualidad infantil, y entre las cuales destacan, la negación de cualquier diferencia sexual, esto es, la creencia en un único sexo (el masculino), y la relación con una madre mítica, omnipotente y eterna que en términos psicoanalíticos se conoce como madre fálica.
Esta ilusión de completud, que es en definitiva la construcción teórica de esta madre todopoderosa, que nunca existió sino en la realidad psíquica, debe ser derrocada, (si bien permanecerá en lo inconsciente), cuando el desarrollo pulsional alcance lo que en psicoanálisis llamamos complejo de castración, que debemos pensarlo como un referente a la falta, un paso de humanización que introduce la mortalidad en el sujeto y nos transforma en seres deseantes.
Con el complejo de castración aparece el vacío y el deseo; vacío de la hoja en blanco que hace posible la escritura, vacío que permite las relaciones porque sólo cuando renuncio a tener al otro puedo relacionarme con él, vacío de no saber cuál será la decisión adecuada hasta después de haber tomado una, vacío de no saber cómo será mi hijo hasta que pueda hablar con él.
Saberse mortal no está en relación con un orden imaginario, de hecho nadie es capaz de imaginar qué es la muerte, sino con un orden simbólico, es decir, tiene que ver con una determinada forma de estar en el mundo.
A veces, se padece de dificultades para terminar cualquier proyecto, de tal forma que no se consigue capitalizar trabajo alguno porque nunca se llega a concluir, se finaliza mal o se renuncia justo antes del final; otras veces se padece de un sentimiento de propiedad con respecto a los otros, y se exige de ellos que sean de tal o cual manera, exigencias idílicas que entorpecen cualquier progreso en la relación, y anulan la presencia del otro; también puede suceder que padezcamos de no poder iniciar actividad alguna porque somos incapaces de tomar una decisión, nos quedamos atrapados en los comienzos, y cualquier cambio nos enferma; o podemos también caer en la marisma del “yo no puedo hacerlo: yo no puedo escribir, yo no puedo ganar dinero, etc”, “los otros sí pueden, pero yo no”, disfraces dolorosos para permanecer en la creencia de” a mi no me pasa como a los otros, ellos puede que mueran pero yo no”.
Todos estos padecimientos, que son tendencias en cada uno de nosotros, pueden alcanzar cuotas extremas, que impiden cualquier recorrido vital, y están en relación con la aceptación o el rechazo de nuestro ser para la muerte, que como digo, no tiene que ver con imaginarizar qué es la muerte, algo imposible, ni con pensar en la muerte, algo del orden melancólico u obsesivo, sino con la entrada en un orden simbólico, que debemos pensarlo en relación a la falta, a la pérdida de lo que nunca se tuvo, a la presencia de la frustración, porque frustrarse es en realidad perder la ilusión de que las cosas pueden hacerse sin trabajo, como sucede con la magía de los dioses inmortales. Sólo quien tolera la frustración de no escribir bien consigue algún día, después de mucho leer y mucho escribir, producir un buen escrito, sólo quien tolera la frustración de no entender a las mujeres puede disfrutar de ellas, sólo quien tolera la frustración de no saber hasta después puede dar el paso siguiente.
Saberse mortal es un pulsación inconsciente que nos lleva a la repetición de un búsqueda siempre infructuosa, búsqueda de esa inmortalidad perdida, que en verdad nunca existió; y en ese no encontrar lo que buscaba, en esa búsqueda de lo pérdido se mueve el deseo, se gana una vida.
Ahora bien, los sentimientos son una construcción significante saturada de afecto, es decir, si el afecto no se enlaza a una idea nada sabemos de él, y a menudo sucede que si bien se percibe el afecto, éste es erróneamente interpretado y su representación verdadera es reprimida; de tal forma, que podemos pensarnos tristes, y sin embargo, lo que en verdad subyace son sentimientos de rabia, por ejemplo.
Esto sucede con los sentimientos de muerte, que en realidad nunca son tales ,sino sentimientos de culpa inconsciente. Y ¿de dónde procede esta culpa que a nivel consciente se percibe como un sentimiento de angustia ante la muerte?
En psicoanálisis para hablar de determinadas funciones psíquicas hacemos uso de una construcción teórica que llamamos super-yo; el super-yo se forma por identificación con la imagen de los padres y en relación a la prohibición del incesto.
La presencia del superyo, que introduce la conciencia moral y el ideal del yo, actúa como una instancia censora, autoobervadora y punitiva, comparando al yo de continuo con aquellos ideales que lo constituyen como tal.
Estos ideales, en un principio, se forjan en relación a los padres de la infancia, quienes ante los ojos del niño aparecen adornados con las más altas virtudes, y más tarde incorporan las aportaciones de otras figuras de autoridad, como son los maestros o los personajes célebres, pero también las enseñanzas adquiridas a través de lecturas, películas, e incluso los modelos colectivos de la clase social, el país o el grupo étnico donde cada uno vive.
El Ideal del yo no sólo impone al sujeto qué debe hacer de acuerdo con sus aspiraciones morales, sino también, y sobre todo, qué no debe hacer; en palabas de Freud “ el ideal del yo engloba la suma de todas las restricciones a las que el sujeto debe plegarse”.
En consecuencia, cada vez que nos acercamos a nuestro ideal del yo sentimos contento de nosotros mismos y por el contrario, la tensión que se genera entre el yo y su ideal se manifiesta como sentimiento de culpa, que a nivel consciente puede experimentarse como sentimiento o angustia ante la muerte.
Los sentimientos de muerte se corresponden en definitiva con un sentimiento de culpabilidad inconsciente, que a su vez es en realidad la percepción de la crítica que el yo recibe de su ideal.
Ahora bien, pudiera pensarse que basta entonces con cumplir las aspiraciones del ideal para calmar la culpa, pero el psiquismo humano, como escribe Freud, “no es algo simple, sino más bien una jerarquía de instancias, una confusión de impulsos que tienden, independientemente unos de otros, a su cumplimiento”.
El superyo se forma, como hemos dicho, por identificación con los primeros objetos de amor y en relación, y esto es muy importante, a su renuncia.
La palabra identificación debemos pensarla como una incorporación de las características del objeto al yo; incorporación que puede ser correlativa, aunque no siempre ni necesariamente, a la pérdida del objeto.
La identificación es el mecanismo de formación del yo; pues el yo, lejos de ser algo propio e innato, se construye, de tal forma que podemos identificarnos a la risa alada del compañero y reirnos igual, o identificarnos a su deseo, es decir, nuestra capacidad para desear, la dirección de nuestro hacer, está sobredeterminada por una elección inconsciente de a qué o a quién me identifico.
Por eso, a la popular frase “dime con quien andas y te diré quien eres”, podríamos añadir desde el psicoanálisis “dime al deseo de quién te identificas y te diré quién eres”. Decir que no es del orden de la definición sino del hacer significante, porque sólo caminado sabemos a dónde nos dirigimos.
La génesis del superyo, que como hemos señalado hace referencia a la conciencia moral y al ideal del yo, tiene un primer movimiento lógico entre los seis y los dieciocho meses, cuando nos identificamos a la figura humana, padre o madre, porque todavía las diferencias sexuales no son significativas.
Esta identificación primordial determina también la formación de lo que Lacan llamó yo-ideal, en tanto lugar imaginario de las relaciones con los otros semejantes y sede de toda creencia respecto al otro, donde atribuyo al otro lo que me pasa a mi , pero esto lo estudiaremos con más detalle en otros textos.
La identificación primordial está pautada por el querer ser como el padre, y de manera sucesiva o simultánea coincide con el acontecimiento más importante en la formación del sujeto psíquico: el complejo de Edipo.
Esta construcción teórica, que es el complejo de Edipo, y que por cierto, tan mal entendida ha sido y es, especialmente en el mundo anglosajón, como así se muestra en películas recientes, sirva de ejemplo Hysteria, donde todavía se piensa la enfermedad mental, al igual que en tiempos prefreudianos, como una ficción que se cura follando; pues bien, el complejo de Edipo nada tiene que ver con una sexualidad adulta centrada en lo genital, sino con la represión de una sexualidad infantil que funda lo inconsciente, introduce la mortalidad y ,como tampoco es el del todo cosa de niños, no se hace plenamente significante en el sujeto hasta la metamorfosis de la pubertad.
La entrada en la cultura, que es, en definitiva, el destino del complejo de Edipo, exige del sujeto dos renuncias determinantes: por un lado, le pide que renuncie a los padres como objetos eróticos y transforme esas tendencias libidinosas en sentimientos de ternura, donde el fin sexual es inhibido; y por otro lado, le impele a sojuzgar, a domeñar, sus tendencias agresivas; hecho de capital importancia, porque esas tendencias agresivas, que reinan en todos nosotros y parte de la cuales nunca abandona al yo, son dirigidas, devueltas contra el propio sujeto y heredadas por el superyo.
El superyo o ideal del yo es, en consecuencia, el monumento conmemorativo de esas tendencias eróticas reprimidas, que se caracterizan por la búsqueda de un goce autoerótico, y, al mismo tiempo es también, el emblema de su prohibición; prohibición que lleva a cabo con toda la fuerza de los impulsos agresivos, que el hombre civilizado reprime en su interior.
Para el superyo o ideal del yo, instancia omnisapiente, pensar y hacer son lo mismo, por eso, no hay renuncia que lo calme y cuanto más renunciamos, más nos exige.
No debemos pensar al ideal del yo, como algo formado por contenidos o representaciones conscientes, nadie sabe a qué ideales está sometido hasta que comienza a hablar, nadie sabe cuál es, en verdad, su actitud frente a los blancos, los negros, los amarillos o los azules hasta que empieza a conversar. Y, luego, además, tampoco es sólo conversar, porque depende de quién nos escuche habremos dicho una cosa u otra; y como toda conversación está marcada por el deseo de cada integrante, sólo en análisis, donde el psicoanalista detiene su deseo para escuchar el nuestro, podremos hablar.
Ante el nacimiento de un hijo, tendemos a reconquistar las ilusorias exigencias de la niñez, donde el narcismo infantil nos presentaba como los mejores y únicos: “tal vez, parecemos decir, “yo no sea único, pero mi hijo desde luego lo es, por eso tendrá los mejores colegios, los mejores padres, los mejores juguetes, lo mejor de lo mejor”.
La preeminencia de sentimientos de muerte en la mujer embarazada guarda relación con esta megalomanía infantil, desplazada ahora sobre el ideal del yo, y con la crítica feroz que esta instancia hace del yo real, al compararlo con sus aspiraciones, en ocasiones, casi maníacas.
O dicho de otra forma, hay pensamientos de grandeza solitaria, cuya presencia en nosotros además ignoramos, exigencias ideales de cómo deberían ser las cosas, ambiciones sin el trabajo necesario, que sólo sirven a una autocrítica punzante al servicio del autocastigo, que entorpece cualquier crecimiento y dilapida el éxito.
Lo mejor, en tanto único, no sólo es enemigo de lo bueno, como preconiza el sabio refrán francés, sino que además es amigo de lo peor, porque la tensión de esa crítica impuesta por el ideal sobre el yo conduce a la búsqueda inconsciente de castigo para calmar la culpa.
Por otro lado, un marcado e insistente estado de ánimo pautado por ideas de muerte, culpa o ruina puede ser un indicador de patologías más severas en curso, como la melancolía (depresión) o la neurosis obsesiva.
Aprender a acordar con otros, aprender a depender de otros, da realidad a nuestros proyectos, nos hace libres, pues pone coto a la tiranía de nuestro ideal.
Ni el hombre ni la mujer pueden solos, pero el hombre y la mujer, en realidad, nunca están solos.