jueves, 31 de marzo de 2011

LA CULPA


Hablar del sentimiento de culpabilidad es acercarnos a uno de los fenómenos psicológicos que más pueden determinar la aparición y persistencia de fracasos en la vida de una persona.
El sentimiento de culpa, en tanto sentimiento, se experimenta a nivel consciente como desazón, malestar o, cuando se enlaza a la actuación de una acción específica, como remordimiento.
Algunas de las personas que han recibido una educación religiosa suelen responsabilizarla de la preeminencia en ellos de este sentimiento; sin embargo, si bien es cierto que la religión se sirve del sentimiento de culpa, al que llama pecado, e incluso a menudo lo alimenta, a la par que promete erradicarlo, vamos a ir viendo a lo largo de esta exposición, que este sentimiento de culpa es algo universal e inevitable, algo así como el tributo que pagamos por introducirnos en la cultura, por civilizarnos.
El hombre y la mujer no nacen con una facultad innata que les permita discernir el “bien” del “mal”; diríase que lejos de ser tiernos angelitos, en la infancia somos todos amorales y no dudamos en utilizar cualquier medio a nuestro alcance, para procurarnos el objeto de placer que anhelamos.
Es la influencia de una autoridad exterior lo que incorpora un primer discernimiento entre actos buenos y malos, entre moral e inmoral, o dicho de otra forma, el niño teme perder el amor de los padres que le protegen y amparan, por eso en un principio lo malo para él sera aquello que sus padres le recriminen. De momento, en esta fase del desarrollo, no podemos hablar todavía de la existencia de una conciencia moral, en tanto la autoridad es aún exterior: el niño no hace determinadas cosas porque sus padres le dicen que eso está mal, no porque él así lo piense; este comportamiento no es algo novedoso, cualquiera de nosotros estaría de acuerdo en considerar como una situación de alto riesgo un grupo de niños pequeños sin un coordinador que los vigile.
El sujeto adulto, en mayor o menor medida, se permite también ciertas concesiones cuando no hay autoridad que lo descubra; por ejemplo, cruzar la carretera con el semáforo en rojo. Podemos decir que cierta cuota de flexibilidad con respecto a la norma sirve a la construcción de salud, pues permanecer frente a un semáforo en rojo, al sol, en un caluroso día de verano y sin coche alguno en el horizonte es una actuación más cercana a la culpa, como a continuación veremos.
Ahora bien, para que halla excepción es necesario la norma y esta flexibilidad con respecto a la misma denota su existencia, es decir, el paso siguiente en la evolución cultural de todo sujeto psíquico es la incorporación, la internalización de esta autoridad exterior; y es entonces, cuando la autoridad es internalizada, que habita en nosotros una conciencia moral.
Este paso de una autoridad exterior a una autoridad interior representa la entrada en la cultura.
A esta autoridad interior la llamamos en psicoanálisis superyo, podemos imaginarlo como una especie de guardián, de gendarme que nos vigila, y una de sus funciones es la conciencia moral que nos censura.
Es importante destacar que antes de la internalización de la autoridad no se puede hablar de conciencia moral, hasta entonces lo que determina el hacer del sujeto es el miedo a perder el amor de los otros, lo que Freud llamó angustia social. Este miedo al desamparo, que como vemos es un miedo infantil, continúa, en mayor o menor medida, vigente en la vida adulta, y se hace fuerte cada vez que transformamos una relación entre sujetos deseantes, donde el otro es, y siempre será, un enigma para mi (especialmente también, ese otro que soy yo para mi misma/o) en una relación de dependencia, donde pienso que sólo esa persona puede satisfacer mis necesidades, donde siento que el otro me completa, que no soy sin él o sin ella, es decir, hago del otro una madre y de mi un niño indefenso, que necesita de su continua aprobación para hacer cualquier cosa.

Una vez se produce la interiorización de la autoridad ya podemos hablar de conciencia moral en lugar de angustia social. Sin embargo, este paso adelante, que introduce en nosotros un discernimiento entre lo permitido y lo prohibido, cambio que nos hace adultos, capaces de tomar decisiones que tengan en cuenta también a los otros y no impogan un deseo inmediato, un deseo infantil que no tolera demora en su satisfacción, sino la aceptación de que todo deseo, para ser tal, es deseo social, entre otros, que exige un trabajo, un tiempo en su realización; pues bien, esta nueva situación que nos hace libres al someternos a la existencia de lo social presenta, al mismo tiempo, una desventaja, un obstáculo a esa búsqueda de felicidad tan imperante en nosotros, que es: el sentimiento de culpablidad.
¿Y por qué sucedo esto?, en esta segunda fase evolutiva se crea, como hemos dicho, la instancia psíquica del superyo, que hemos dibujado como una especie de gendarme interno, de vigía permanente, de juez interno que lleva a cabo la función de la conciencia moral, censurando o aprobando. Ahora bien, este superyo, como parte que es del aparato anímico, como instancia que habita en su interior, es omnisapiente, es decir, conoce todos los deseos prohibidos del sujeto, no se le puede ocultar pensamiento alguno, y al contrario de lo que sucedía cuando la autoridad era exterior, ya no es suficiente con renunciar a la satisfacción de tendencias que la autoridad condena, ahora sólo por pensar, por desear hacer algo, aunque no lo llevemos a efecto, nos vamos a sentir culpables, porque frente al superyo, frente a la conciencia moral, hacer el mal y pensarlo es lo mismo.
Como vemos, al formarse la conciencia moral la renuncia a la satisfacción de estos deseos prohibidos no es ya suficiente; hasta entonces, sólo era necesario, para no temer las represalias de la autoridad, no cometer el delito o esconderse de su vigilancia, pero ahora la autoridad está en el interior, el gran ojo que todo lo ve es nuestra conciencia moral, y es en ese momento cuando aparece el sentimiento de culpa ante lo que simplemente se deseó; un sentimiento de culpa que responde a esa tensión entre el yo y las exigencias, siempre excesivas, del superyo, porque, paradójicamente, cuanto más respeto mostremos por nuestra conciencia moral, cuanto más caso hagamos de sus demandas más intenso va a ser el sentimiento de culpa en nosotros.
Este sentimiento de culpabilidad permanece inconsciente, si bien el órgano perceptivo que es la consciencia puede experimentarlo, en tanto sentimiento, como una desazón permanente, angustiante, pero su característica más singular es la tendencia a manifestarse como búsqueda de castigo: esos golpes que nos damos con la única mesa de toda la habitación, o esos objetos tan queridos que se nos escapan de las manos y se rompen, o esos fracasos profesionales cuando todo estaba preparado para el éxito, son actos relacionados con este sentimiento de culpabilidad inconsciente, que reclama un daño y es mudo.
Ocurre entonces, que esa instancia represora, que es el superyo, se comporta con el yo de manera sádica, castigándolo tan sólo por albergar malos pensamientos. Además, también sucede, que cuanto más severo es el destino, más riguroso y excesivo tiende a volverse el superyo, de manera que ante la tragedia solemos culpabilizarnos, y nos maltratamos con toda suerte de reproches.
Por otro lado, decíamos que cuanto más respeto mostramos frente a las renuncias que nos exige nuestra conciencia moral, más intenso aún se hace el sentimiento de culpa; ¿y por qué esta paradoja?, tal vez nos abra camino el tener en cuenta que todo pensar que se reprime se hace aún más insistente, pulsa con más intensidad desde lo inconsciente por expresarse, de tal forma, que la tolerancia con los propios pensamientos y afectos es en realidad una vía de salud y bondad, porque una conciencia moral en exceso exigente nos hace, al contrario de lo que solemos creer, más proclives a cometer delitos, al aumentar nuestro sentimiento de culpabilidad que, como estamos viendo, reclama para calmarse un castigo. Muchos de los actos delictivos, aparentemente inexplicables, están en relación con este sentimiento inconsciente de culpa, azuzado por el rigor, por la severidad de la conciencia moral; sirva de ejemplo la historia de la actriz Winona Ryder, que siendo millonaria era insistentemente arrestada por cometer vistosos hurtos en tiendas.
Tal vez podamos decir, a modo de aforismo que nos oriente en este complejo campo del suceder mental: cuanto más moralistas somos,más delincuentes nos hacemos; es decir, más perseguimos cometer un delito que nos reporte un castigo para amainar esa culpa inconsciente; y decimos inconsciente, porque de ella nada sabemos a nivel consciente, si bien, a veces la conciencia puede percibirla como una zozobra, como un “torturante malestar” , pero su rostro más peligroso se presenta en silencio y sólo nos muestra su existencia porque cuando ella gobierna toda empresa termina en fracaso.
Una de las mayores resistencias que las personas muestran en su análisis, e incluso en ocasiones les impide acudir, es esta necesidad de castigo inconsciente que entorpece cualquier tentativa de éxito en su vida.
Ahora bien, tampoco se trata de carecer por completo de esta tensión que introduce la conciencia moral con el sentimiento de culpa, porque eso haría de nosotros unos psicópatas. En verdad, el sentimiento de culpabilidad, indicábamos al comienzo, es el precio que pagamos por hacernos sujetos civilizados, habitantes de la cultura; el sentimiento de culpa es lo que Freud llamó el malestar en la cultura.
Probablemente muchos de ustedes se estén preguntando qué relación guarda el sentimiento de culpa con la cultura, porqué la cultura habría de causar en nosotros ese malestar y esa búsqueda de un castigo; pues bien, como nunca existe una camino directo que nos lleve a ser novia/o de alguien o a alcanzar determinado puesto laboral, sino que son necesarias muchas conversaciones para construir esas realidades, hagámonos pues otra pregunta que nos aproxime a dar respuesta a la anterior: ¿qué deseos prohibidos son esos que la conciencia moral tanto nos recrimina?: básicamente, además de ciertas inclinaciones eróticas, deseos agresivos, es decir, tendencias agresivas que persiguen satisfacerse. Sucede entonces, algo sumamente curioso, esas agresiones que de buen grado hubiésemos proyectado hacia el exterior las interiorizamos, las introyectamos, diríase que la conciencia moral nace en realidad de la supresión de una agresión, o lo que es lo mismo, por amor a otros.
El niño ante la autoridad paterna que le prohibe tal o cual cosa, siente deseos de agredir, (como también le sucede al adulto, en realidad todo límite, toda negativa, toda demora no es nunca en principio bien acogida), pero el amor que igualmente experimenta hacia sus padres le impulsa a interiorizar esa agresión y de esta manera se forma su conciencia moral; ahora no agrede a otros, no tanto porque sus padres se lo prohiban sino porque él mismo se lo prohibe. Y con el nacimiento de la moral, que lo civiliza, surge también la culpa, que ahora se nos muestra, finalmente, como una tensión resultante de la agresividad que esa especie de gendarme interno que es el superyo dirige hacia el propio yo, en otras palabras, en vez de agredir a otros nos agredimos a nosotros mismos.
Todos conocemos ejemplos muy gráficos en relación a esta introyección de la agresión: muchos de los golpes accidentales que sufrimos en presencia de otros son en realidad deseos agresivos, que nuestra conciencia moral, nuestra permanencia en la cultura, nos impide satisfacer y los volcamos entonces sobre una/o misma/a.
Por esta razón los mimos excesivos son tan perjudiciales en el proceso educativo como su falta: el niño que es criado con demasiado amor va a construir un superyo, una conciencia moral, excesivamente rigurosa, porque todas las tendencias agresivas ante la restricción de sus satisfacciones (siendo la renuncia pulsional más poderosa la negativa a cohabitar con su madre) irán dirigidas, frente al exceso de ese amor sin falta, hacia el interior. Por otro lado,el niño criado sin amor no sentirá esa tensión necesaria que es el sentimiento de culpa, y dirigirá sin escrúpulo alguno toda su agresividad al exterior.
La cultura, destaca Freud en su carta a Eisntein, es lo único que nos hace verdaderamente pacíficos, si bien, menoscaba nuestra ilusión de felicidad suprema al incluir el sentimiento de culpa.
Psicoanalizarse fortalece el poder del deseo y la generosidad del éxito frente al masoquismo del yo y su necesidad de castigo.

Ángela Gallego (Psicóloga Psicoanalista)